Los
reflejos dorados
de la
luz de la tarde
a ratos
nos confunden y no nos dejan ver
lo que
bajo el espléndido espejismo
crepuscular
se esconde.
Cómo a
nuestras espaldas,
acechante
y letal , la sombra crece.
Es esta
una estación de la perplejidad
y del
desasosiego.
Esa en
la que por fin
contemplas
con los ojos como platos
el
mundo alrededor,
descubriéndolo
ajeno, tan triste,
tan
distante
de
aquello que una vez
pensaste
que sería.
Y no
tienes a quién echar la culpa
de su
esterilidad
sino a
ti, por no ver
las mil
y una señales que la vida
te puso
en el camino.
Veredas
que discurren
bajo
cielos de amianto,
empedradas
de verbos que golpean
igual
que pedernales ,
riberas
donde duermen
bajo un
tapiz de pétalos marchitos
las
sonrisas forzadas
y los
besos de nadie.
Ahora
ya no es tiempo
de
pedirle al paisaje demasiados milagros .
Ahora
lo que toca
es
disfrutar apasionadamente
el
último espectáculo de ese Sol que agoniza .
Y
hasta fingir que a ti
heredero
forzoso de la estirpe del barro,
nacido
sin futuro,
la
impostada tragedia repetida
de su
estertor dramático y sus resurrecciones
todavía
te impacta y te conmueve.
Y acaso
abandonarte
a
degustar despacio el placer agridulce
del
roce voluptuoso que en el alma despiertan
los
invisibles dedos de la melancolía