Es una
bendición esta quietud
que
regala la noche.
Me
acurruco,
me
arropo
con el
manto de tibia oscuridad,
silente
y tersa, de la madrugada.
Me
escondo entre sus pliegues
por ver
si así no logran
hallarme
mis fantasmas.
Esos
que casi siempre consiguen transportarme
al
tiempo de los cuentos leídos en penumbra,
entre
el olor a espliego
de las
sábanas blancas.
Hilachas
de la niebla del pasado,
que a
menudo me ponen un nudo en el estómago
y en
los ojos un brillo de nostalgia.
Solo
quiero dejar de batallar
tan a
cara de perro con la vida,
guardar
un rato penas y cansancios
debajo
de la almohada.
Solo
quiero dormirme
y no
soñar con nada.
Despertarme
con el
toque primero de diana de la luz
fresca
y con la sonrisa
recién
almidonada.
Dispuesta
a la sorpresa.
Quien
sabe si mañana llegará
la rosa
carmesí
que
hace mil y un siglos que esperabas.
Por más
que en pecho tiemble,
porque
no encuentra ya rodal dónde poner
tanta
espina afilada.
Quién
sabe si es verdad
que
todavía existe algún futuro.
Qué
secreta razón
tienen
aún para seguir cantando
los
pájaros del alba