No es extraño
-ni nada vergonzante-
sentir, cómo te pesan, fatigados, los párpados
y cómo te abandona tu menguante energía,
que hay veces que la vida no concede una tregua
y aprieta hasta que ahoga...
Cuando ya estás a punto de rendirte a la noche,
toca hacer lo sensato:
abandonarse.
Recuperar la esencia
de ese animal desnudo y desvalido
que vive a la intemperie.
Que absorbe con arrobo
el beso de la luz que hiere sus pupilas
y disfruta la lluvia que le lame la piel
como una bendición.
Que, en su desvalimiento,
tiende al aire sus brazos, sabiendo por instinto
que es la fuerza afectuosa
y el calor de un abrazo lo que puede salvarnos.