Encendido crepúsculo,
amable hora en calma.
Embebida en tu hechizo, se podría decir
que casi se hace amena la ruta y sus pequeños
placeres sorpresivos.
Agradece la vista
el poder dilatarse en las ondulaciones
de este mar de trigales, donde bogan alegres
amapolas danzantes.
Y resulta un regalo
este soplo de brisa que acaricia tu rostro
y te llena de euforia.
Lo sensato sería
dejarse arrebatar por la ilusión
de que vas al volante, de que tienes sujeto
tu destino en tus manos
y seguir disfrutando de viaje y carretera
mientras el cuerpo aguante.
Sin volver a poner
esas viejas casetes, en las que cada nota
evoca otros paisajes teñidos de nostalgia.
La música de siempre,
la que suena por dentro,
la que a emoción y a sangre se acompasó al latir
e inevitablemente te obliga a la querencia
de fijar la mirada en el retrovisor
más tiempo del preciso.
Mientras la vida pasa delante de tus ojos.
Y no consigues verla.
Horizontes perdidos,
que no fueron imagen en ninguna retina.
Que no dejarán huella en ningún corazón
cuando muera la tarde.