Yo,
triste ser miserable
fabricado
con polvo,
cuyo rutina diaria es patear sin rumbo
sobre
el polvo de todos los caminos,
no me
puedo quejar si estoy llamada
a ser intrascendencia.
Nací
para pasar,
sin
detenerme,
llevándome
en la piel, apenas insinuados,
los
aromas volátiles
de las
flores que nunca cogeré,
pues
nunca fueron mías,
y en
las plantas, tatuados, los recuerdos
ariscos
de las zarzas.
Por no
quedar,
ni
quedarán mis huellas
detrás
de mí,
habrán
de confundirse
con
tantas como yacen sobre el barro.
Pero mi
voz,
mi
voz,
que finge ser arpegio
enamorado del goce de vivir,
mientras que me desnuda por la boca
el alma y la desangra,
fluido
dolor, vaciándose
en
palabras de raso y calentura,
mi voz,
pura emoción,
sí se merece
un aire
que la acoja y la divulgue,
un oído
aguzado que la atienda.
Hecha
de suavidades,
infatigablemente
se derrama
sobre este erial preñado de asperezas,
como
premonición de redenciones
que
tienen que llegar.
Ella es
mensajera de esa lluvia,
que en
mitad del desierto de este mundo,
cualquier
sediento espíritu,
-contra todo pronóstico-
con
devoción espera.