Sucede en ocasiones
que la vida se queda empantanada
entre dos estaciones desabridas,
sin emoción ni estrés,
donde no te conmueven
el frío o el calor.
Su plano discurrir
no te da ni un motivo , ni una excusa
de reír, de llorar,
de contar nada
que merezca la pena reseñarse,
gastando en el relato
el tiempo, la saliva y las palabras.
Entonces te dedicas febrilmente
a levantar alfombras y ver si está escondido
debajo por sorpresa
el mundo en el que habita tu unicornio.
A limpiar los cristales para ver
más nítidas las nubes
y a perseguir aladas fantasías
por los cielos de nadie.
A regar el jardín
cuando está iluminado por la Luna
para ver si los lirios te regalan
una historia de amor.
A levantarte
antes que salga el Sol ,para exprimirle
a la primera la luz de las mañanas
la justificación para un poema.
Luego están esos otros
días en que la vida, sin aviso,
se despereza
se quita las legañas,
se pone su corsé de femme fatal
y le da por ponerse interesante...
Entonces ya no hace mucha falta
echar mano al oficio de contador de historias
que llevas en tus genes.
Solo es enamorarse
del latido procaz de cada hora.
Y sentir.
Y escribir, permitiendo que se asome
el alma por la pluma,
hasta que las costuras le rechinen.
Hasta que sientas
que,
rojo sobre blanco,
la vida se transforma y se libera.
Y supurando sangre
tus penas se te escapan.