Debí
nacer así, configurada
para
ser sensitiva.
Para
vivir sintiéndome
la
huérfana oquedad que se desvive
por
capturar los ecos de todos los murmullos
que
pueblan los silencios .
Por
eso, a cada tanto,
necesito
volver hasta los predios
donde
la vida existe
y la
palabra
palpita
y reverdece.
Nada
importa que tenga por costumbre
el
hacerlo a costa de nutrirse
de la
gota de savia que todavía queda
en mi
carne otoñal.
Aunque
la blinde
bajo
siete armaduras, simulando
distante
escepticismo, sé que por ella aguarda
la
avidez del invierno.
Podría
someterme a la estación
y
abrazar aquella austeridad
poco
propicia al ánimo encendido.
Podría
prescindir de la dulzura
del
tacto,
del
placer
de la
mirada ardiente que anticipa,
del
bálsamo del beso.
Podría
prescindir hasta del aire.
Pero
¿de qué me sirve renegar
del
acento impetuoso, escondido en sus pliegues,
que
disuelve mi inercia y le dicta a mi pecho
lo que
debe decirse?
Por no
escuchar su voz
de
sirena dispuesta a ensimismarme
en su
mundo ilusorio,
hoy no
voy a tapiarme los oídos.
Nada me
libra ya de naufragar
en los
mares del tiempo.
Y si
es que toca ahogarse, pues qué lugar mejor
que
aquel que te permite disfrutar
tu
pasión oceánica,
largamente
negada y escondida.
Que mi
suspiro último
me
encuentre buceando entre los versos.