Como árboles viejos,
a los que la tormenta de la vida
no consiguió abatir,
continuamos de pie, desoyendo el lamento
del tronco carcomido,
intentando hacer gala
de dignidad.
Rogando
que no se pose un pájaro minúsculo
capaz de malograr el equilibrio
de nuestra maltratada arquitectura
y de poner a aprueba
el encaje de ramas.
Conociendo
que más pronto que tarde
los hielos llegan o el viento sopla
y hay algo que se quiebra.
Resulta innecesario
el que el aire conozca ciertas debilidades.
Nuestro pudor impone
que por mucho que mane de la herida
a raudales ardiente desconsuelo,
apenas un crujido
ahogado lo delate.
Malogrado propósito,
pues el dolor obliga
a que aflore, vital y esplendoroso,
nuestro lado más intimo y sincero,
más tierno, más sensible...
Ese que nos expone vulnerables,
sin ningún miramiento, a la intemperie.
Y que a la vez nos hace más humanos.