Todo, menos las nubes, ha cambiado.
Cómo aves, prosiguen con su lenta
migración generosa, hacia ese prado
sediento al que su instinto las orienta.
De las veces en las que han diluviado
sobre mi corazón, perdí la cuenta,
pero aun así, apenas si han saciado
jamás su ensoñación calenturienta.
Afloraron, en cambio, tempestades
de impotencia en mis ojos, que, perplejos,
sienten que su quebranto les alcanza.
Rehenes de ese lago de humedades
que amortortece el fulgor de sus reflejos,
todo lo ven color desesperanza.