Nacer en la estación en que la escarcha
se empeña en adueñarse de tu aliento
y en anublar el brillo de tus ojos
no te aboca existir entelerido.
Es mayor infortunio
no encontrar en el nido el calor necesario.
Y aun así se subsana,
pues se impone
el ser sobreviviente.
Acabas habituándote
a los amaneceres desvaídos,
preludio de los días sin flores en tu alféizar,
y te vas resignando a ver pasar la vida
a través de cristales empañados.
No hay más que aclimatarse,
aprendiendo a ponerle buena cara al mal tiempo,
a exprimirle su gota de dulzor al instante
y a cantar mientras a la llueve.
Permitir que lo gélido te cale demasiado
no augura un buen futuro.
Nací en pleno invierno,
pero nunca dejé mi corazón
a la merced del frío.
Tampoco del silencio.
Este silencio
de ahora, que cautiva el aire y me recuerda
la verdad,
mientras doy
pasos sobre la nieve.
Sé que serán mis huellas
fugaces,
destinadas
a quedar sepultadas bajo el blanco
sudario del olvido.
Pero quién me prohíbe
soñar con que contemplo las estrellas fugaces
bajo un cielo de Agosto incandescente.
O escribirle sin pizca de recato
patéticas baladas
a la espectacular Luna de Enero.
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