Ahí fuera está el ruido y su secuela
de confusión, que nos aturde tanto
y nos hace rehenes de una espuela,
que nos zahiere y nos empuja al llanto.
En cambio, en los adentros sobrevuela
este silencio atroz de camposanto,
que apenas poco o nada te consuela
y en soledad te arropa a cal y canto.
Se impone, pues, buscar ese bendito
remanso de cordura en que la mente
se entrega a su escarceo favorito.
Esa divagación efervescente
en la que imaginar que lo infinito
fue hecho a tu medida exactamente.
Qué espíritu proscrito
no se aferra a ese sueño incandescrente.

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