Hay lobos
de colmillos tan ávidos que fulgen
hasta en noches sin Luna.
Seguramente
ese presagio íntimo
de siempre ha estado ahí,
dolor sin dueño,
hambriento ojeador de cualquier rastro
de duda en las sonrisas.
Y luego está la ayuda imprescindible
de la fatalidad,
tenía que pasar y antes que tarde
al fin sucede.
Llega
sin ningún preaviso lo sombrío.
Como una enfermedad de podredumbre
va derramándose, insano, hasta cambiar
el gesto las cosas,
hasta volver
el aire tan mezquino que es lo mismo
tenerlo o no tenerlo en la angostura
inhóspita del pecho.
Ya sabes que quisiera
ser la que llega en los atardeceres
trayendo en la mirada un fulgor nuevo
por si la noche acaso
es áspera y oscura,
pero es que ya no sé dónde buscar
un gorjeo de pájaros que no suene a lamento,
ni sé cómo inventar más partituras
de júbilos fingidos.
Si pudiera
destilar de mi voz las suavidades
para endulzar con ellas
de temores nocturnos
hasta que llegue el alba...
Pero mucho me temo
que tendremos que irnos habituando
a soportar estoicos
la Noche del Aullido.
Que se promete una feroz liturgia
de indefensión y sangre
terriblemente intensa.
Y eternamente larga.
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