Apenas
reconozco
el
rostro que se quiebra detrás de los espejos,
si
no es en algún brillo
de
ese mirar cansino y desvaído que anima la mirada
de
animal desnortado.
Me
es desconocido el eco que devuelven
los
vacíos salones interiores.
Los
objetos inertes se me antojan
fantasmas
condensados
en
la frágil memoria del tiempo que se esfuma,
evaporado y tenue.
Hecha
a todos los quiebros,
tan
sólo me resultan familiares
los
ángulos cortantes de todas las esquinas,
el
miedo oscuro de todos los rincones
en
los que me he perdido
y
la dureza
de
tantas piedras, tantas,
con
las que he tropezado por todos los senderos.
Extrañarse
es
el peaje que paga el peregrino
por
vivir,
y
yo , últimamente
de
mí, y de mi querencia, ya me voy siendo ajena.
Quizás
cuando me muera regrese por mi pasos
a
buscar mis esencias y mis gestos
allí
donde quedaron cubiertos de una pátina
de
olvido y de desidia.
Y
tras cualquier recodo
de
la tierra de nadie un día por sorpresa
tropiece
con las huellas de mis lágrimas
y
ya no me serán desconocidas
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