No hay ninguna épica
en el loco galope del latido,
ni suele resultar estético el resuello
que pretende sorber
ansiosamente el aire.
Por mucho que nos cuenten las películas,
no hay gloria en la muerte.
Se consuma
arropado en dolor, envuelto en miedo
el colapso final ,
donde se enfrenta
el hombre a su verdad , triste y desnudo,
sabiendo en carne propia con cuanto rigor hiere
con su abrazo de helor
la soledad,
única compañera en este trance.
Por eso hay que inventarse una epopeya
que en algo nos redima y justifique
tanto tiempo perdido
en cultivar con autocomplacencia
el jardín infinito
de nuestras vanidades.
Para olvidar que el alma de la arcilla,
aunque niegue a la prosa,
debe volver al barro
y tiene de antemano perdida la batalla
de intentar sublimarse,
que aunque corteje al verbo
acariciándolo
hasta que tiembla
y resplandece
y arde,
su esencia se le escapa.
Solo le queda, pues,
resignarse a ser sombra
apenas insinuada entre las sombras
que van hacia Poniente.
Y aceptar lo que hoy toca ,
culminar su destino de destello fugaz,
que en silencio se extingue
mientras muere la tarde.
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