Hoy prefiero mirarme desde lejos
y con ojos ajenos.
Dibujarme
sentada bajo un sauce, ensimismada
escuchando el rumor de la caricia
del viento entre las ramas y el arrullo
de amor de las palomas
y viendo atardecer.
Y poco más...
tampoco
hay mucho más que tenga que contar
que merezca la pena.
Hablo de lo que sé
y de lo que conviene,
de las cosas sencillas
que son mi día a día y constituyen
la fuente de mi gozo.
A quién le importa
en qué pozos he ahogado mi dolor.
Escarbar en su abismo
es hacer que despierten los fantasmas
de los viejos recuerdos.
Esos que todavía
consiguen desplegar sobre tus ojos
un velo de humedades
y logran que los labios te rezumen
otra vez amargor.
Es mejor evadirse,
contemplar estos suaves paisajes al pastel
que a ratos nos regala la vida y difuminan
matices más oscuros.
Aferrarnos
a su plácida imagen que nos hace olvidar
la inevitable angustia que supura
la hora del adiós.
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