Siempre está ahí,
con su señuelo
de adormidera y raso,
la venial tentación de liberarse
del peso de los días.
Es fácil,
sobre todo
en estas horas plácidas de las tardes de otoño,
de luz dorada y aire reposado,
en que las garzas son sobre el azul
una fecha apuntando
hacia la austral bonanza.
Basta cerrar los ojos y dejarse llevar
por las ensoñaciones.
Esas en que te olvidas
de tu esqueleto grávido, hasta poder sentir
que las alas te crecen y que vuelas con ellas
hacia las tierras cálidas en que no existe invierno
ni se empeñan las ramas en irse desnudando
mientra tiemblan los mirlos,
ni la tierra desprende vaharadas que hablan
de rigores futuros.
Pero atardece pronto
en otoño
y refresca
cuando cae la noche.
Despierto.
En plena cara
como un aliento frío e implacable ,
la gris realidad de nuevo me golpea.
¿Quién soñó que en la casa del mísero y el viejo
pudiese prosperar una esperanza?
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