Habito en los nidales solitarios
donde medra el silencio.
Y no me pesa.
Es todo
cuestión de acostumbrarse a prescindir
de los ruidos del mundo,
ese imán tan caótico,
y a la vez evitar
que nos duela la ausencia de los ecos
de las voces amadas.
Luego,
muy poco a poco,
se adiestran los oídos en el arte sutil
de escuchar los sonidos apenas perceptibles
que flotan en el aire,
ese repiqueteo de la lluvia
sobre el cristal,
el leve
y encendido suspiro de la brisa
cuando acaricia al sauce, la tersura
del adiós musical que improvisa el jilguero
al despedir la tarde.
E intentas recordar como sonaba
el río de la sangre que impulsaba animoso
tu propio corazón,
antes que lo anegasen las tormentas
de los mares revueltos de la vida.
Mientras vas aprendiendo a echar la vista atrás
sin supurar agruras ni saudades.
Y esperas que te llegue,
definitivo,
el sueño.
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