¿ Cómo
era, Dios mío...?
¿ cómo
era....
aquello...?
Emocionarse.
Dejarse
conmover
por las
leves cosquilllas que nos despierta el roce
de
todas las sorpresas con que la vida apremia
la
tenue piel del alma.
Vibrar,
arrebatarse,
arder,
si llega el caso...
No es
que duela admitir
la
palpable evidencia de que al fin se han rendido
una
sangre cansada
y un
corazón apático
y a sí
mismos se niegan la agonía y el lujo
de
latir y correr
en pos
de lo imposible.
Casi,
casi, celebras
el
bálsamo fortuito que regalan los años.
Y que llegue a instalarse
y a
anegar los espacios, que antes ocupaban
las
fibras sensitivas,
como
una bendición la desmemoria.
Lo que
te desconcierta
es la
razón oculta por la que todavía
en las
noches de insomnio y plenilunio
se
empeña en asaltarte y en subirte a los labios,
quién
sabe desde dónde,
sin
palabras ,
brotando
en el silencio, urgente y penetrante,
una
música antigua.
Un
rumor de nostalgia
que se
impregna en el aire y lo envenena.
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