martes, 20 de abril de 2021

Letanía de ausencias

 




Después de tanto años

de vivir capeando la intemperie

de un cielo raso lúcido e impío,

casi que se agradece esta ligera bruma

que llega a socorrernos.


Bajo su manto, todo

se va desdibujando

y la memoria acaba transformándose

en ese inmenso océano,

insondable y silente,

que esconde en sus entrañas

Dios sabe qué tesoros,

cuántos viejos cadáveres.


Y de repente ocurre,

se separan

las aguas de los mares del olvido

y ante nosotros toman consistencia

las tardes de la infancia,

decoradas

con canciones de corro y olores entrañables

a mosto y a sarmientos.


La noches de verano, amenizadas

por dondiegos fragantes,

en las que aún podías sin pudor permitirte

la pueril fantasía

de buscar por el cielo las fugaces estrellas

que conceden deseos.


Las mañanas de invierno, sazonadas

de olor a chocolate con canela

y de risas y abrazos,

que, a pesar de la escarcha en los cristales,

no fueron nunca frías.


Ahora es primavera y sin embargo

la tibieza que hay en el ambiente

no traspasa la carne

ni le presta calor a un corazón,

que late porque debe

seguir fiel,

recitando

su ritual de cansadas letanías

que honra a sus ausencias.


Menos mal

que luz luz se nos niega y vuelven a envolvernos

con prontitud los velos de neblina.


Bendito este estupor caliginoso,

gracia que nos permite

que vivamos seguros,

tan ajenos

a la infelicidad que nos produce

tener que recordar.


Reconocernos

estos seres tan tristes que malviven

irremediablemente heridos de nostalgia.


Alejados de  aquellos que en  tiempos luminosos 

tan tiernamente amamos.


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