Cada año crepita la hojarasca
bajo nuestros zapatos
y llega con su escarcha y sus noches oscuras
puntualmente el invierno.
De la caducidad
no se puede decir
que nos coja a tración , sin un aviso
o que se muestre
demasiado sutil con sus señales.
Desde siempre he tenido la certeza
que habría de llegar,
pero es que ahora siento
su rumor incesante de carcoma,
que, minuto a minuto,
troquela mis ruínas.
De ausencias a renuncias,
toda yo soy una irremediable
gemación de vacíos
proliferando dentro.
*******
Mi tiempo se termina,
lo sé
y , aunque me duele,
no es lo que más temo.
Lo que más me tortura
es que saber que de aquí no he de poder llevarme
ni una flor , ni un poema,
ni una canción , ni un beso
que hagan ese viaje hacia la nada
un poco más amable
y den por mí razón de lo que fui.
Ni siquiera esa media docena de sonrisas
que me presten calor y me recuerden
a los que más amé.
La soledad desnuda,
revestida de frío y de silencio
es lo que nos espera en el lugar sin nombre
donde reina el olvido.
Es la dura verdad
que sin querer te enseña
el ser superviviente y haber ido rodando
por tantas estaciones.
El reto es aprender
a mirarse de frente en los espejos.
Y a mentirte .
A decir
que es tristeza y cansancio
lo que te va opacando la mirada,
cuando solo es pavor.
Pavor desesperado,
casi un grito
atemperado por los destellos húmedos
de la resignación.
No hay una imagen
que defina mejor un verdadero
paisaje apocalítico.
Por eso todos tratan de ignorar
los ojos de los viejos.
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