Aquellos
años fueron buenos años.
O al
menos eso creo.
Un
tiempo de inconsciencia
en el
que todavía fabulaba que el mundo
era
una enorme tarta de merengue
hecha
para mi boca,
y
podría comérmela
sin
perder ningún diente en el intento,
en el
que aún podía salir a pasear
cada
lunes vestida de domingo
sin dar
explicaciones ni ponerme la máscara
de la
risa perfecta,
Y tumbarme en los prados bocarriba
a jugar
con mi perro sobre el tapiz herbáceo,
o a
perseguir las noches del estío
efímeras
estelas luminosas
en que
depositar algún deseo
y a
soñar que podrían
mis
ensueños cumplirse.
A pesar
de que quedan esos días lejanos
regreso
con frecuencia
a
usufructuar su bienaventuranza,
cuando
cierro los ojos
y dejo que me asalten las antiguas canciones
y dejo que me asalten las antiguas canciones
y los
viejos aromas
que
llegan impregnados de vívidas imágenes
cargadas de emoción.
cargadas de emoción.
Yo
vuelvo en cuanto puedo,
pero
nada es lo mismo.
Debe
ser que la senda de frágil ilusión
que
lleva al Arco Iris no consiente
muchas idas y vueltas
muchas idas y vueltas
En
sus cielos nublados
ya no
quedan estrellas temblorosas
a las
que poner nombre.
La
amenaza de lluvia
va
empapando el ambiente
con una
sensación indefinida
de
asunción de derrota inevitable,
de aviso de tragedia.
de aviso de tragedia.
Y es
que, aunque, sin duda,
aquellos
años fueron,
mientras
duraron, años excelentes
volver
la vista atrás de poco sirve.
Si
acaso para ver
como delante nuestro se nos hace
mucho
más largo y lóbrego el camino.
Y más
omnipresente la tristeza.
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