Cuántas noches quisiera
ser
capaz de arrancarme con uñas y con dientes
de
cuajo la memoria...
Tormento refinado
que
acude puntualmente a desvelarme
con
recuerdos de aquel tiempo que era
tan
feliz sin saberlo,
que
hoy sé a ciencia cierta
que ya
no volverá.
De qué
le servirá
tener
memoria al agua
ahora retenida
en la
cárcel carnal de nuestro cuerpo,
si
acaso se recuerda
suspendida
en la nube,
tiritando
en la nieve,
resbalando
sobre
la superficie de la hoja,
fluyendo
alegremente,
jugando
a columpiarse
entre
los cangilones del molino,
saltando en el arroyo
convertida en canción?
convertida en canción?
¿Será
más encendido
y más
sutil el aire
que
guarda a cal y canto remembranzas
de
todos los suspiros de amor que lo han surcado,
de
todos los sollozos
de pena
que ha tenido que embeberse,
de
todos los silencios que alguno vez lo hirieron
con su
inconfundible
rumor a desamparo y soledad?
Tener
memoria sirve para poco.
Para
vivir anclados al ayer
regurgitando
imágenes
nostálgicas.
Ardor
reminiscente
de un
pasado
que el
tiempo ha cocinado a fuego lento
y que
en nuestro interior nunca termina
de
estar bien digerido.
Para
eructar a ratos
acedías
en forma de poemas.
Para
reconocerse ese patético
perdedor
reincidente,
que
verso a verso arroja frustración por la boca
para
ver si así espanta
las
ganas de llorar.
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