Somos seres inciertos
que no saben
de dónde vienen ni hacia dónde van,
cómo huir del dolor,
cómo lograr que nunca los alcancen
la soledad, el miedo, la nostalgia...
Que andamos como náufragos,
perdidos por los piélagos de nuestros privativos
mundos subliminales,
esos que se construyen
con elucubraciones
Levantar faraónicos mausoleos de bruma
a todos los fantasmas que habitan la memoria
es un afán titánico
en el que consumimos media vida.
Y la otra mitad
en el esfuerzo absurdo de erigir
los castillos de arena que le presten
una ilusión de suave consistencia
al tropel de sueños,
carne de pleamar inevitable.
No sé lo que sería de nosotros
si por fin consiguésemos librarnos
del peso abrumador de los recuerdos,
de la extraña pulsión por sumergimos
en anticipaciones.
Acaso descubriésemos
que el pasado ya no es,
que nadie
sabe si nos aguarda
aún algún futuro.
Que ahí sigue la vida
real,
esa que tiene
tacto de piedra y ciega vocación
de ser un descalabro.
Y la manía exótica
de obsequiar diariamente con alguna sorpresa
al que sabe atraparla.
Al que sabe esperar
que, tras del aguacero interminable,
algún rayo de Sol venga a poner
un destello risueño sobre el rictus
de las austeras tardes del invierno.
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