Una hoja que cae,
una hormiga aplastada bajo un pie
-que nunca lo sabrá-
una estrella lejana que colapsa...
cada quién en el centro de su mundo,
cada cuál soportando el peso inasumible
de su mínimo drama.
Un ser pobre ser humano desvalido,
que únicamente tiene,
para hacer frente a su innata indefensión
y a su ansiedad,
el lujo sus lágrimas.
Cuando arrecia la vida,
y promete la Madre de Todos los Diluvios,
lo sensato es dejarse llevar por la corriente
de la marea cósmica que fluye
y esperar
a que llegue la calma.
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Después de la tormenta,
estar así,
desnuda,
debajo de las sábanas,
envuelta en la tibieza de un aliento,
es toda la ventura que ambiciono.
Regresar a ese dulce
bienestar animal
en que la piel se vuelve sensitiva,
se calienta la sangre,
el dolor se adormece y casi ni se escucha
la destemplada voz de la congoja
que suele ladrar dentro.
Sentir íntimamente
que, a pesar de saberte un grumo que palpita,
mientras intenta huir de su destino
de sumirse en la nada,
la vida puede ser
-a ratos-
sumamente placentera.
Que por estos minúsculos instantes
de deleite perfecto,
podría perdonársele el ser un akelarre
carente de sentido.
E incluso celebrarla,
agradecido,
antes de que se acerque, de puntillas,
a bendecirte el sueño.
Quién sabe si una alondra
vendrá a cantar al alba en tu ventana.