A
veces, cuando menos te lo esperas,
mientras
haces limpieza , entre los chismes
que
fuiste acumulando en tus armarios,
te
encuentras un tesoro.
Una
concha de nácar
que
conserva impoluta la memoria
del
reflejo en el agua del fulgor de la Luna
del
rumor de las olas al besar las arenas,
del
sabor salitroso e intenso de una boca ,
las
dulces sensaciones
de
los últimos días de un verano,
gozados
junto al mar.
El
relicario
de
una foto amarilla que rescata
la
imagen de aquel tiempo en el que era
vivir
confiadamente
el
único argumento concebible,
reír
lo cotidiano,
soñar
lo natural.
Un
libro de poemas
de
páginas gastadas , tatuadas en sus márgenes
con
rojos corazones ,que sirve de sepulcro
a
un par de pensamientos disecados,
tan
frágiles que el roce
de
la luz puede herirlos.
Y ocurre, por ensalmo,
que en el baúl que guardas
en el desván más íntimo y secreto,
donde también has ido postergando
aquellas
emociones
que
sin saber por qué consideraste inútiles,
un
algo se remueve.
Se
sacuden el polvo
los
recuerdos que fuiste atesorando
en
previsión de épocas mucho menos felices
y
suben hasta el pecho, livianos como plumas
brillantes
como gemas facetadas
que
todo lo que tocan
liberan
y embellecen.
Y
el peso de este día
se
aligera hasta casi lo asumible.
Y
sabes que tu labio
podrás
prestarle al canto sin el miedo
de
que tu voz se quiebre.
Que en cada si bemol hoy no vendrá a asaltarte
a
traición una esquirla de tristeza