Deshojar margaritas,
componer melodías inspiradas
por el chirrido agraz de la carrucha
cuando sacaba el agua,
perseguir caracoles
y ver crecer las sombras en las tapias,
era todo el quehacer de aquellas tardes
de holganza ingenua, tedio
y bienaventuranza.
Porque el aire llevaba entre sus pliegues
suspiros de lavandas,
los huesos no dolían
ni en el pecho
las ausencias pesaban.
Un rincón al resguardo de los vientos
donde dormir la siestas, respirando
el sosiego perfecto que emanaba
un perro acurrucado junto a ti.
Entonces no lo supe,
pero esa molicie,
esa tibieza
y esa compañía regaladas
eran el rostro auténtico
de la felicidad.
Después ha sido todo
un ir vagando a tientas, desnortada,
por diversos paisajes emotivos
persiguiendo su idea peregrina.
Y un perderse en los predios
de la desesperanza.
Hay que tratar de hallar algún consuelo.
Toca volver al rito de enfrascarse
en las evocaciones.
Agridulce,
beso y mordisco, es el sabor de boca
que deja la añoranza.