La
estación da lo mismo,
cuando
pasan los días pero sigue el paisaje
mostrando
igual aspecto deslucido y caduco
carente
de aquel brillo, que no pueden
prestar
mas que unos ojos,
que hoy
están
repletos
de fatiga, y por ello, inclinados
al
ensimismamiento.
Lo
mejor es cerrarlos,
permitirse
elegir
los colores con que pintas
a tu
antojo tu idílico espejismo.
Yo
siempre he sido amiga de los tenues
matices
que propician el sosiego.
Quiero
creer que sigue siendo octubre,
un mes
para gozar de los auténticos
y
sencillos placeres, como este
de
andar despacio por las alamedas,
comprobando
que quedan todavía
en los
árboles hojas
y
cantos anidando entre sus ramas.
O el de
sentarse al Sol y abandonarse,
en una
suerte de letargo dulce,
animal,
primitivo.
Sentir
con complacencia
y
agradecimiento
que mi
piel sigue siendo sensitiva,
capaz
de estremecerse
con la
tenue caricia de sus rayos.
Que en
mi corazón aún no ha echado
su
raíz el invierno.
Si hay
que exprimir el néctar
de
estos últimos días otoñales
amables,
aunque austeros, que la vida
se
digna a concedernos,
a la
fuerza
hay que
cerrar los ojos e inventarlos.
Que
para despertar
y para
sumergirse en el marasmo
de la
grisura y la desesperanza
habrá
de sobra tiempo.