Ya
no puedo mirar,
sobre
los ojos
deflagran
las imágenes
y
se clavan urentes, como astillas
cargadas
de crudeza
e
inhumanidad.
Será
porque los años me han ido ablandando,
será
porque la estampa
a
base de insistir y repetirse
ya
ha colmado
mi
pozo confortable de apatía,
pero
es que ya no puedo
mirar
sin que a mis párpados se asome
a
chorros la tristeza.
Y
no es por ese niño
que
me mira a través de sus pupilas nítidas
repletas
de inocencia inconsolable
y
de estupefacción,
ni
es por eso anciano que comprende
y
maldice en silencio
y
acepta y me mira
al
tiempo que dispara su denuncia
desde
la hondura de su desvalimiento.
No
es solo por ellos,
por
todos esos hombres que padecen
porque
otros lo mandan ,
ni
es por esas madres
que
cuidan sus retoños con amor
a
sabiendas que no tienen futuro
por
lo que hoy derramo mis lágrimas a mares.
Es
por todos nosotros,
que
no somos capaces de hacer de nuestros brazos
el
puerto más seguro,
de
lograr que germinen
semillas
de justicia
sobre
el solado pétreo de nuestros corazones
por
conseguir que algún día florezca
radiante
la esperanza.
De
mirar de una forma compasiva
o,
en su defecto,
de
arrancarnos los ojos.
Si
los dioses se abstienen, por distantes,
que
los cuervos decidan qué ha de hacerse
con
el hiriente escándalo de que los hombres sean
los
lobos más rapaces de los hombres.
Es
por eso hoy mi llanto,
aunque
sepa de sobra
que
de bien poco sirve.
Ni
siquiera es consuelo, por el río
del
apresuramiento de la vida
se
aboca prontamente en ese colosal
océano de olvido, el gran liberador
de
todas las miserias.
Lloro
por cada uno
y
no lloro por nadie.
Más
que nada es por mí,
que
ya no puedo
soportar
que me abrume la piedad impotente.
Mirarme
en el dolor de otras miradas
sin
sentir que me muero de pesar.
De
amargura...
De
rabia.
De
vergüenza.