Todo se arremolina en la memoria:
insomnes madrugadas de Luna incandescente,
días de Sol
y noches de silencio.
Creíste que podrías
recordar para siempre cada detalle mínimo,
el olor a lavandas que flotaba el aire
aquella tarde en que tu boca supo
a qué sabía un beso,
la inédita aureola de esplendor en la luz
que acompañó al instante de magia y de ilusión
en que tu piel sintió, empapada en ternuras,
el calor de la piel de tu retoño nuevo.
El frío pavoroso
que trapasa los huesos y hiela el corazón,
el rumor de la lluvia
y el eco sofocado de los pasos que arrastran
su pena tras un féretro.
A conciencia
suele emplearse el tiempo en su función
de triturar imágenes,
de mezclar texturas, de tamizar colores...
Hoy todo se reduce
a una amalgama extraña,
puro relato reconstituido,
casi alucinación.
Y a una sensación indefinible
de que la vida ha sido algo más que esa bruma
que en las horas de hastío ferozmente te asedia
y te empaña los ojos,
ese sabor adusto que acidula tu boca
y ese poco de polvo que escapa de tus dedos.
Que apenas te emocione
ningun bolero antiguo, dimensiona
la rigurosidad de tu derrota.
El que aún te estremezca que en Abril te corteje
el perfume enervante de las lilas, define
la desmesura de tu desvalimiento.
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