Las
flores de la acacia,
blancas
y diminutas,
fueron
las que aceptaron las primeras
sin
rechistar su sino.
Y yo
las vi caer,
aunque
no supe
interpretar
su declinar temprano
como
señal de que no existe nada ,
ni lo
más inocente, que esté a salvo
del
depredar del tiempo.
Pero el
tiempo nos sigue los talones
igual
que un lobo hambriento que persigue su presa.
He
visto cómo iba devorando,
lo
grande y lo pequeño,
lo
esencial y lo nimio
la
apariencia y el alma de seres y de cosas,
y más
que nada
todo
aquello que fue para mí hermoso,
consolador,
amado.
Hoy
soy
otro pobre ser que sobrevive
replegado
en sí mismo.
Recelando
de todos los relojes,
por si
le hacen trampa y le acortan las horas.
Descontando
las cuentas
de su
breve rosario de minutos .
Inventándose
fábulas
de
tierras prometidas
Macerando
sus penas
en los
posos que tiene todavía
de paz
al corazón.
Pidiéndole
a la Luna en su cuarto menguante
que
detenga su impulso de hacerse Luna Nueva
y
sumirlo en la noche
más
larga y más oscura de las sombras.
Disimulando
apenas el modo en que le crece
y lo
va aniquilando, muy poco a poco , el miedo.
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