Vivir a ras de suelo
es el destino de los afortunados
que sobreviven al aterrizaje
forzoso de sus sueños, al que a todos
la vida nos condena .
Me sorprende sentir
que no hay pesar ni duelo,
que solamente queda un estupor difuso
y una leve nostalgia por las plumas.
¿Dónde fueron las alas?
Ni siquiera
conservo cicatrices que señalen
el lugar de la espalda en que estuvieron
fieramente incrustadas.
No recuerdo
lo que era levitar, sentirse ingrávido
conquistador del aire.
El cielo para mí, lo sé, no existe.
Y la tierra me muestra
su rostro más esquivo.
Fueron muchos caminos cuesta arriba,
pero al final lo hice,
me acostumbré a las llagas,
ya ni duelen,
se absortan del rigor de cualquier piedra
los pies.
Lo que me abruma
es no saber a donde van los pasos.
Saber si soy o no
un desterrado, ruin entre los ruines,
al que incluso se niega
el derecho a tener un horizonte
A soñar la conquista, error a error,
de algún castigo que me postule eterno.
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Después de claudicar, lo que te toca
es tratar de olvidar.
Y procurar entrar decidido y sonriente
al juego consabido
de espejos y de luces
trucados.
Desvestirse
de la piel desfasada y sus prejuicios
¿ Será ahora posible
cambiarse la osamenta?
Y, más que eso,
resetear el alma,
configurándola según piden los tiempos
difíciles y extraños en que vives.
Y que su arquitectura
pedestre y contrahecha no te espante.
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