Después de tanto años
de vivir capeando la intemperie
de un cielo raso lúcido e impío,
casi que se agradece esta ligera bruma
que llega a socorrernos.
Bajo su manto, todo
se va desdibujando
y la memoria acaba transformándose
en ese inmenso océano,
insondable y silente,
que esconde en sus entrañas
Dios sabe qué tesoros,
cuántos viejos cadáveres.
Y de repente ocurre,
se separan
las aguas de los mares del olvido
y ante nosotros toman consistencia
las tardes de la infancia,
decoradas
con canciones de corro y olores entrañables
a mosto y a sarmientos.
La noches de verano, amenizadas
por dondiegos fragantes,
en las que aún podías sin pudor permitirte
la pueril fantasía
de buscar por el cielo las fugaces estrellas
que conceden deseos.
Las mañanas de invierno, sazonadas
de olor a chocolate con canela
y de risas y abrazos,
que, a pesar de la escarcha en los cristales,
no fueron nunca frías.
Ahora es primavera y sin embargo
la tibieza que hay en el ambiente
no traspasa la carne
ni le presta calor a un corazón,
que late porque debe
seguir fiel,
recitando
su ritual de cansadas letanías
que honra a sus ausencias.
Menos mal
que luz luz se nos niega y vuelven a envolvernos
con prontitud los velos de neblina.
Bendito este estupor caliginoso,
gracia que nos permite
que vivamos seguros,
tan ajenos
a la infelicidad que nos produce
tener que recordar.
Reconocernos
estos seres tan tristes que malviven
irremediablemente heridos de nostalgia.
Alejados de aquellos que en tiempos luminosos
tan tiernamente amamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario