Fue al
oír el fragor de mi ardedura
que se
volvió mi pena rumorosa
y
despertó el instinto de la rosa
sobre
mi piedra dura.
Qué
bienventuranza
fue ver
como escribía aquel libelo
en
contra de que fuera el desconsuelo
el
único adalid de mi esperanza.
Lo dejo
yo manar hasta que aliente
la
intrepidez del pétalo apocado
a ser
raso creciente.
Porque
quién teme al frío
si sabe
que vencido y coagulado
lo ha
de volver su aliento caricias de rocío.
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