domingo, 10 de septiembre de 2017

La carcoma


En la quietud perfecta,
frágil, de las mañanas que presumen
de luz hecha embeleso,
mientras que cabriolean y dibujan
encajes de primor y floritura
sobre un manto de nieve inmaculada,
oigo como alborotan
los diminutos pájaros.

Y capto su difuso nerviosismo,
su miedo, su ansiedad,
incluso su alegría desbordada
si alguno desentierra
una pizca de pan , el resto fósil
de antiguas abundancias.

Como ellos
yo también echo en falta las lisonjas
de un tiempo más propicio.

En las ociosas horas dilatadas
de la tarde de un sábado cualquiera
de cielo encapotado
en las que que si respiras
es por no despreciar el don del aire,
consigo, si me esmero,
descifrar el suspiro que se escapa
de las mismas entrañas de la tierra
y reclama su cuota
de humedad redentora, pues comparto
idéntica esperanza.


Luego,
la noche llega,
toda sofoco y lastre ,
con su inmisericorde
procesión de fantasmas y desvelos
y en tan desangelada coyuntura
me aferro al clavo ardiente que me brinda tu voz,
suave me habla
de un pasado que no es el que recuerdo,
de un presente que cuelga en el vacío,
de un futuro cortado a la medida
de tu necesidad.

Yo escucho como el que oye
insólitas palabras extranjeras
y no comprendo nada.

Y el silencio se vuelve más oscuro.

Y crece el frío.

Y ya solo se siente
cómo la soledad medra y carcome
la pulpa más sensible e íntima del alma.














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