Hoy quisiera escribir
una oda
postrera a la alegría.
Una oda
nacida en lo profundo
del
ser,
dónde
se guardan
los
secretos más íntimos,
los
recuerdos más ácidos,
los
amores más dulces y sinceros.
Una oda
de aquellas que parece
que
fueran inspiradas
por la
radiante luz del Sol de mediodía,
de esas
que despiertan
nuestro
impulso vital y hacen que acelere
su
ritmo el corazón.
Una oda
que hable
de aquel tiempo en el que todavía
no
existían señales de debacles futuras,
y el
mundo era aún
un
lugar habitable y amistoso,
en que
mi espacio olía
a
tibieza y canela.
Una oda
que sea testimonio
de que
la vida es una inmensa aventura,
la
sorpresa perenne
que se
va desvelando día a día
y que,
a pesar de todos los pesares
que a
veces nos obsequia,
merece
ser vivida con pasión
y
celebrada jubilosamente
por
todos esos mínimos momentos,
perfectos
y gozosos,
que,
también por sorpresa, a ratos nos regala.
Una oda
que cante
por mí,
que ya
no tengo
fuerza
en la voz,
-y aun
sabiendo que soy flor del instante,
de
pétalo en precario-
el
agradecimiento de existir,
-
espíritu animoso, sometido
a una
carne lábil-
así,
adolorida,
vulnerable,
feliz,
emocionada.
Una oda
radiante,
que me
preste
algo de
su esplendor, en esta hora
de penumbra creciente, en la
que solo
florecen
los silencios y medran las tristezas.