Todavía
conservo un recuerdo, tan tenue,
que a
veces no consigo distinguirlo
de uno
de esos sueños
con que
quiere la noche
confundirnos,
dejarnos desvelados
colgados
de un enigma
y
afianzarnos suyos.
Es de
un lugar
en
donde el cielo es siempre azul turquesa
y el
aire tibio,
dónde
las horas pasan
aromando
tu vida de verdor;
donde
el dolor no es nunca
esa
coraza de espinas hacia adentro,
en
dónde, por inútiles
los
pañuelos no existen
y
todas las mañanas
son
mañanas de Abril.
Cada
paso es un paso tras sus huellas
imposibles,
estrellas
movedizas
sembradas
al albur sobre un océano
que no
tiene horizonte.
Rehén
del oleaje,
juguete
de los vientos,
de
cuando en cuando recalo en las arenas ,
como
una concha más,
y me
entretengo
-estratagema
hábil del cansancio.-
más
que en contarlas en aprender sus nombres
Vuelvo
después,
desoyendo
los cantos
sensatos
de la tierra que apetece mi cuerpo,
a
dejarme a arrastrar a tenebrosos
submundos
de medusas y sirenas
y a
poner rumbo a casa,
retomando
este viaje
-quién
diría
que no
tuviese prisa en regresar...-
que
está tomando trazas de resultar eterno.
Ahora
ya no sé
si
debo aventurarme a ir sobreviviendo
de
naufragio en naufragio,
reanudando
de nuevo el camino hacia Ítaca
o
abandonarme
y
quedarme dormida de nuevo entre los brazos
de
cualquier Polifemo.
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