En
toda vida siempre
existe
un primer muerto.
Un rostro lívido que siendo familiar
de
pronto se nos vuelve
extrañamente
ajeno.
Una
carnal carcasa que convoca
un
estallido mudo de preguntas
sobre
nuestros oídos indefensos.
Nunca
hasta ese día supiste
a ciencia cierta
cuál
era la textura fidedigna
del frío y del silencio.
Poco
a poco
-cada marco de plata lo atestigua-
se
han ido amontonando los cadáveres
en
nuestros aposentos.
Se han ido acomodando
en
rincones al Sol de la memoria
allí
donde se doran los recuerdos
y
ya no te intimidan.
Últimamente, usando
la
familiaridad que da la confianza,
hasta
duermen conmigo.
Con
las primeras sombras
acuden
puntualmente desde los recovecos
más
íntimos del alma.
Como
lapas se aferran
a
la iconografía pálida y falaz
del perfume y el gesto,
persiguen
a los ángeles azules,
que
me velan la cama y espantan los insomnios,
se
apropian del bocado
más suculento y tibio de mis sueños.
Pretenden
que no tenga
un
momento siquiera de respiro,
que
llegue la mañana y que me encuentre
quebrada
y con ojeras,
siendo la fantasmal imagen viva
del
desfallecimiento.
Contándole
a la almohada de qué modo implacable
las ausencias nos siembran de ortigas nuestro lecho.
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